Opinión: “De la fragmentación a la coordinación: repensando la infraestructura para enfrentar la crisis hídrica en Chile” por Pablo Aranda, director Fundación Newenko
A fin de aminorar la vulnerabilidad y fortalecer la resiliencia de nuestros sistemas e infraestructura hídrica, debemos avanzar o transitar decididamente desde una visión fragmentada centrada en la generación de soluciones para un grupo específico de usuarios del agua (e.g.: consumo humano urbano, riego, minero), hacia una coordinada, que comprenda la urgencia del desafío al que nos enfrentamos.
Una falla en la planta desalinizadora que nutre de agua potable a la ciudad de Antofagasta dejó sin suministro durante días a más de 264 mil personas. La ausencia de agua potable generó una emergencia sanitaria al poner en riesgo la salud pública, incrementando la posibilidad de enfermedades y afecciones derivadas de la falta de saneamiento adecuado. El caso de Antofagasta, un sector urbano con cobertura de agua potable cercana al 100%, se suma a anteriores eventos de cortes de suministro y crisis sanitarias recientes en ciudades como Santiago y Osorno. En el sector rural, la situación es mucho más grave existiendo cerca de 383 mil hogares que deben ser abastecidos de forma permanente con camiones aljibes. La crisis vivida en Antofagasta, no es entonces una novedad y evidencia la fragilidad infraestructural del sistema, así como hemos venido comentando durante más de una década: la imperiosa necesidad de comenzar a planificar la gestión hídrica de manera colaborativa y vinculante por áreas o zonas geográficas del país.
Eventos como los descritos no son una realidad exclusiva de nuestro país. Son síntoma de lo que ocurre diariamente alrededor del mundo, asociado a los efectos extremos del clima, tales como escasez, inundaciones, aumento de las temperaturas o cambios en los patrones de lluvia producidos por el cambio climático. Estos fenómenos extremos están impactando el ciclo del agua, alterando los patrones habituales en distintos lugares del mundo, generando afectaciones en los ecosistemas, flora y fauna, así como en la vida cotidiana de las personas. En muchos casos, estas últimas deben migrar debido a la falta de agua o inundaciones que cambian los patrones de los ríos o de la recarga de los acuíferos del sector.
En este sentido, a fin de aminorar la vulnerabilidad y fortalecer la resiliencia de nuestros sistemas e infraestructura hídrica, debemos avanzar o transitar decididamente desde una visión fragmentada centrada en la generación de soluciones para un grupo específico de usuarios del agua (e.g.: consumo humano urbano, riego, minero), hacia una coordinada, que comprenda la urgencia del desafío al que nos enfrentamos. Este desafío requiere actuar con rapidez para enfrentar esta nueva condición de severidad, imprevisibilidad y aumento sostenido de fenómenos extremos e inciertos, los cuales, además, incrementan la presión y los conflictos sociales por el acceso al agua alrededor del globo, y que son palpables en varias localidades de nuestro país. La planificación entre los distintos usuarios no se limita únicamente a la distribución de las aguas en una cuenca, microcuenca o sección de río, sino que también implica definir qué infraestructura hídrica se requiere y cómo se construye. Esto debe hacerse incorporando las necesidades múltiples de los usuarios de un área geográfica determinada y pensando a largo plazo, desde los datos asociados a la disponibilidad efectiva del agua, la variabilidad del ciclo hidrológico desde la nueva normalidad y el establecimiento de un metaconcepto que logre articular las más de 40 agencias con competencia en agua: ¿seguridad hídrica?, ¿gestión integrada del agua? o ¿gestión adaptativa del agua?
Para lo anterior, se requiere poner en el centro el territorio donde se necesita infraestructura del agua, así como descentralizar decisiones que permitan integrar las distintas necesidades y los tipos de infraestructura hídrica, teniendo presente la resiliencia como elemento clave para la nueva condición asociada a eventos meteorológicos como una constante. Es decir, debemos dejar de pensar en las obras de infraestructura como entidades aisladas, y concebirlas como sistemas de infraestructuras sociotécnicas y ambientales en red, capaces de complementarse y cubrirse en caso de fallo (cuestión que no existió en el caso de Antofagasta y Osorno, por ejemplo). Este cambio de paradigma requiere la debida coordinación de fondos públicos alojados en distintas reparticiones públicas que suelen tener miradas diversas según el tipo de usuario particular del agua en el que se enfocan. Por ello es que debemos dejar atrás la lógica de fragmentación institucional y la carencia de un metaconcepto que permita, asimismo, justificar ante DIPRES la necesidad del uso conjunto de fondos públicos, entre distintas agencias reguladoras con competencia en agua. Esto permitirá que un mismo proyecto beneficie a distintos tipos de usuarios de aguas.
En esta línea, las gobernaciones se presentan como una agencia estatal clave para lograr ese objetivo y avanzar de una vez por todas en la descentralización definitiva en materia de infraestructura hídrica y de planificación de las fuentes de agua, para enfrentar los efectos del cambio climático y la «Nueva Normalidad». Esta nueva realidad climática variable, requiere de sistemas, soluciones e infraestructura que reivindique de manera coordinada y dinámica la unidad espacial de gestión hídrica, con la articulación de subsistemas descentralizados que interactúen entre sí ofreciendo una mayor resiliencia y capacidad de respuesta ante eventos imprevistos.
Una falla en la planta desalinizadora que nutre de agua potable a la ciudad de Antofagasta dejó sin suministro durante días a más de 264 mil personas. La ausencia de agua potable generó una emergencia sanitaria al poner en riesgo la salud pública, incrementando la posibilidad de enfermedades y afecciones derivadas de la falta de saneamiento adecuado. El caso de Antofagasta, un sector urbano con cobertura de agua potable cercana al 100%, se suma a anteriores eventos de cortes de suministro y crisis sanitarias recientes en ciudades como Santiago y Osorno. En el sector rural, la situación es mucho más grave existiendo cerca de 383 mil hogares que deben ser abastecidos de forma permanente con camiones aljibes. La crisis vivida en Antofagasta, no es entonces una novedad y evidencia la fragilidad infraestructural del sistema, así como hemos venido comentando durante más de una década: la imperiosa necesidad de comenzar a planificar la gestión hídrica de manera colaborativa y vinculante por áreas o zonas geográficas del país.
Eventos como los descritos no son una realidad exclusiva de nuestro país. Son síntoma de lo que ocurre diariamente alrededor del mundo, asociado a los efectos extremos del clima, tales como escasez, inundaciones, aumento de las temperaturas o cambios en los patrones de lluvia producidos por el cambio climático. Estos fenómenos extremos están impactando el ciclo del agua, alterando los patrones habituales en distintos lugares del mundo, generando afectaciones en los ecosistemas, flora y fauna, así como en la vida cotidiana de las personas. En muchos casos, estas últimas deben migrar debido a la falta de agua o inundaciones que cambian los patrones de los ríos o de la recarga de los acuíferos del sector.
En este sentido, a fin de aminorar la vulnerabilidad y fortalecer la resiliencia de nuestros sistemas e infraestructura hídrica, debemos avanzar o transitar decididamente desde una visión fragmentada centrada en la generación de soluciones para un grupo específico de usuarios del agua (e.g.: consumo humano urbano, riego, minero), hacia una coordinada, que comprenda la urgencia del desafío al que nos enfrentamos. Este desafío requiere actuar con rapidez para enfrentar esta nueva condición de severidad, imprevisibilidad y aumento sostenido de fenómenos extremos e inciertos, los cuales, además, incrementan la presión y los conflictos sociales por el acceso al agua alrededor del globo, y que son palpables en varias localidades de nuestro país. La planificación entre los distintos usuarios no se limita únicamente a la distribución de las aguas en una cuenca, microcuenca o sección de río, sino que también implica definir qué infraestructura hídrica se requiere y cómo se construye. Esto debe hacerse incorporando las necesidades múltiples de los usuarios de un área geográfica determinada y pensando a largo plazo, desde los datos asociados a la disponibilidad efectiva del agua, la variabilidad del ciclo hidrológico desde la nueva normalidad y el establecimiento de un metaconcepto que logre articular las más de 40 agencias con competencia en agua: ¿seguridad hídrica?, ¿gestión integrada del agua? o ¿gestión adaptativa del agua?
Para lo anterior, se requiere poner en el centro el territorio donde se necesita infraestructura del agua, así como descentralizar decisiones que permitan integrar las distintas necesidades y los tipos de infraestructura hídrica, teniendo presente la resiliencia como elemento clave para la nueva condición asociada a eventos meteorológicos como una constante. Es decir, debemos dejar de pensar en las obras de infraestructura como entidades aisladas, y concebirlas como sistemas de infraestructuras sociotécnicas y ambientales en red, capaces de complementarse y cubrirse en caso de fallo (cuestión que no existió en el caso de Antofagasta y Osorno, por ejemplo). Este cambio de paradigma requiere la debida coordinación de fondos públicos alojados en distintas reparticiones públicas que suelen tener miradas diversas según el tipo de usuario particular del agua en el que se enfocan. Por ello es que debemos dejar atrás la lógica de fragmentación institucional y la carencia de un metaconcepto que permita, asimismo, justificar ante DIPRES la necesidad del uso conjunto de fondos públicos, entre distintas agencias reguladoras con competencia en agua. Esto permitirá que un mismo proyecto beneficie a distintos tipos de usuarios de aguas.
En esta línea, las gobernaciones se presentan como una agencia estatal clave para lograr ese objetivo y avanzar de una vez por todas en la descentralización definitiva en materia de infraestructura hídrica y de planificación de las fuentes de agua, para enfrentar los efectos del cambio climático y la «Nueva Normalidad». Esta nueva realidad climática variable, requiere de sistemas, soluciones e infraestructura que reivindique de manera coordinada y dinámica la unidad espacial de gestión hídrica, con la articulación de subsistemas descentralizados que interactúen entre sí ofreciendo una mayor resiliencia y capacidad de respuesta ante eventos imprevistos.