En Chile y gran parte de Latinoamérica, la situación es aún más crítica. La ausencia de normativas específicas, protocolos de muestreo estandarizados y sistemas de monitoreo ambiental impide dimensionar el verdadero alcance del problema.
Este 5 de junio, las Naciones Unidas nos convocó nuevamente con un lema claro “Sin contaminación por plásticos”. Pero más allá de las bolsas, botellas, envoltorios, tapas, cuerdas, redes y tantos productos más que vemos flotando o que arrastran las mareas, hay una amenaza microscópica que se esconde bajo la superficie, los microplásticos.
Los productos mencionados, y otros como neumáticos, fibras sintéticas de la ropa o componentes de cosméticos, se degradan por un proceso llamado fotodegradación, en el que la luz solar, el agua, el viento y los microorganismos fragmentan las piezas más grandes en otras cada vez más pequeñas. Así se generan los microplásticos, partículas menores a 5 milímetros, invisibles al ojo humano, presentes hoy en ríos, lagos, aguas subterráneas y océanos. El problema no es solo que están en todas partes, sino que persisten. Estas partículas actúan como vectores de contaminantes químicos como pesticidas, fármacos y metales pesados, así como de microorganismos patógenos. Incluso pueden interferir en los procesos de tratamiento de aguas residuales, transportando genes de resistencia antimicrobiana y desafiando la eficacia de nuestras tecnologías actuales.
¿Y cuál ha sido nuestra respuesta? Insuficiente. La regulación ambiental sobre microplásticos sigue siendo reactiva, enfocada en la restricción de plásticos de un solo uso, pero sin abordar el ciclo completo de contaminación. La ciencia ya demostró que el daño no es solo ecológico: hoy se detectan microplásticos en tejidos humanos, en la leche materna, en el cerebro, en la sangre y el hígado.
En Chile y gran parte de Latinoamérica, la situación es aún más crítica. La ausencia de normativas específicas, protocolos de muestreo estandarizados y sistemas de monitoreo ambiental impide dimensionar el verdadero alcance del problema. No contamos con estudios sistemáticos sobre la presencia de microplásticos en aguas residuales, ríos, costas ni en el agua potable, y mucho menos con evaluaciones sobre su impacto en la salud humana o los ecosistemas acuáticos. En otras palabras, navegamos a ciegas en una crisis que ya nos afecta, pero que aún no estamos midiendo.
En este Día Mundial del Medio Ambiente, no basta con repetir consignas. Urge avanzar hacia políticas públicas que incluyan el monitoreo obligatorio de microplásticos en cuerpos de agua, regulen la liberación de fibras sintéticas desde las industrias, fomenten tecnologías de tratamiento avanzado y exijan responsabilidad extendida a los productores. Chile tiene una oportunidad ya que contamos con capacidades científicas, centros de investigación y una ciudadanía cada vez más informada y consciente. Pero también enfrentamos el desafío de una normativa ambiental dispersa, la falta de estándares claros para la medición de microplásticos y un retraso preocupante en inversión en tecnologías de tratamiento. Sabemos que los plásticos dejan una huella que puede durar siglos. Una bolsa plástica puede tardar entre 10 y 20 años en degradarse, una botella de agua mineral hasta 450 años, y una red de pesca más de 600 años. Y eso es solo el comienzo. A medida que estos residuos se fragmentan, se transforman en microplásticos que no desaparecen, sino que se vuelven más pequeños, más persistentes, más difíciles de remover.
Así se construye una contaminación permanente, invisible y acumulativa de nuestras aguas. La pregunta que debemos hacernos es simple y urgente: ¿de verdad estamos dispuestos a seguir ignorándola?